Dos Hermanas
Nicartis iba de un lado a otro, a toda prisa por toda la casa: desayunos, ropa, mochilas, almuerzos… De vez en cuando miraba el reloj de la cocina y tenía la seria convicción de que esa plancha con agujas no era sino un timbal con mazas, que le marcaban el ritmo frenético de la danza del cautivo. Abrió las persianas de la habitación de sus hijas y, como caracoles a los que se les tocan los ojos, reaccionaron como dos pequeños resortes retorcidos, y lanzaron sendos gemidos en protesta pacífica. Toda la habitación se llenó de luz, dejando clara evidencia de lo que venía a ser una habitación donde se aposentaban dos niñas de 6 y 7 años.
—¡Arriba señoritas! Vamos espabilando que llegamos tarde al cole.
Hoy Cai-Lai volvía a estar ojerosa y Nisé tuvo un ataque de tos. Pero eso no impidió a las pequeñas levantarse de un brinco al primer beso de su madre y saltar encima de sus camas sin parar de reír. Nicartis fue al baño y volvió con el antitusivo. Las niñas se quejaron al verla llegar con la medicina:
—Yo no quiero eso myra. Está malísimo. ¡Puag!— Nisé arrugó las cejas y puso cara de asco.
—Ya lo sé reina pero os lo tenéis que tomar las dos.— dijo mientras se giraba hacia su otra hija— ¡Menuda carita otra vez Cai-Lai! A ver, voy a intentar arreglar lo del sabor. Mientras, os quiero vestidas, peinadas y aseadas en cinco minutos.
Nicartis volvió a la cocina y mezcló el jarabe con zumo de naranja. Cuando Nisé y Cai-Lai fueron a desayunar ni siquiera notaron la diferencia. Salieron las tres hacia el cole.
—Esta tarde os recogerá Sanvae, ¿de acuerdo?— dijo Nicartis mirando fijamente a los ojos de sus hijas.
—¡Bien!— gritaron entusiasmadas. ¡Adiós myra!— dijeron las niñas al unísono.
Las cinco de la tarde. Cuando Cai-Lai y Nisé salieron, corrieron a abrazar a Sanvae.
—¡Sanva, Sanva!
—¿Qué pasa pequeñajas?— dijo Sanvae entre risas y agachándose para abrazar a las hermanas.
—¿Nos llevas al parque a merendar?— preguntaron con sus irresistibles ojos brillantes.
—¡Pues claro! Os he traído los bocatas que me ha dado vuestra myra. A ver, ¿de quién es el bocata de atún?
—¡Mío!— dijo Nisé.
—Entonces está claro que el de jamón y tomate es para la peque de la casa.
—¡Sí, para mí!— afirmó Cai-Lai, con bastante mejor cara de la que había tenido al despertar.
Después de la merienda y de varios juegos al aire libre, Sanvae llevó a las dos hermanas a casa con su myra. Nicartis trabajaba muy duro y muchas horas. Sanvae lo sabía y siempre procuraba llevar muy al día sus horarios para que Nicartis pudiera cumplir sus horas laborales y disfrutar de sus hijas el máximo tiempo posible. Muchas veces se preguntaba cómo hacía Nicartis para trabajar tanto, llevar la casa y criar sola a dos niñas pequeñas. Le parecía una odisea pero, por otro lado, se alegraba de que Nisé y Cai-Lai fueran tan buenas y dulces. Sanvae las adoraba y deseaba que sus nenas nunca cambiasen. Hoy Nicartis tenía media tarde libre y se merecía disfrutar de sus ángeles.
Al llegar a casa, las niñas se despidieron afectuosamente de Sanva, como ellas la llamaban, y las dos entraron raudas a su sala de juegos. Nicartis salió a saludar a Sanvae.
—¡Hola! ¿Qué tal se han portado hoy?— preguntó Nicartis.
—¿Cómo se van a portar? De maravilla, como siempre. Hoy se han terminado la merienda las dos, zumos incluidos. Han jugado con todas las niñas, pero con los niños… ya sabes…
—Sí, ya sé… pero la psicóloga no termina de sacar nada en claro. A veces me pregunto si se acordarán de su pyra pero es imposible. Eran demasiado pequeñas. No lo sé, Sanvae. Tal vez el miedo me impedía ver con claridad. Últimamente Cai-Lai se levanta ojerosa y Nisé tiene ataques de tos cada dos por tres pero no están enfermas.
—Pues esta tarde estaban estupendas. Ni ojeras, ni tos, ni nada. ¡Menuda energía tienen! ¡Quién la pillara!— dijo Sanvae con una gran sonrisa.— No te tortures más, Nicartis. — dijo Sanvae con un tono compasivo—Tú ya has sufrido demasiado y te preocupas sin motivo. Sonríe.
—Agradezco tus palabras de corazón. Me dejas más tranquila.— dijo Nicartis a Sanvae mientras la abrazaba.— Saluda a tus abuelos de mi parte— añadió mientras Sanvae se alejaba con la alegría de una colegiala.
Desde la puerta se oían las risas alocadas de las hermanas. La sala de juegos era su santuario. Papel decorado con todas sus princesas preferidas vestían las paredes de la habitación. Rosas, violetas, verdes, rojos, azules, iluminaban la sala como un arcoíris flotante que daba vueltas como un carrusel. Muñecas y princesas por doquier; ponis, varitas mágicas y diademas decoraban las estanterías. Disfraces cosidos por Nicartis desbordaban el armario.
La alfombra mágica, como era conocida en todo el mundo, tenía un diseño de mapamundi para viajar sin bajarse de ella. Todos los países, ríos, montañas, lagos se podían ver por toda la estancia, incluida su ciudad, minuciosamente cartografiada. Más que alfombra, aquello era una moqueta pero a Nisé y a Cai-Lai les encantaba aquello de “alfombra mágica” que podía volar y viajar por todo el globo. Se sentaban en ella y buscaban sus animales preferidos para subirlos: camaleones, lobos, perritos, koalas, búhos y hasta animales de su propia invención.
Una televisión vieja y pequeña rodeada por una magnífica videoteca ocupaba una de las paredes. A veces las niñas veían alguna de sus películas preferidas con princesas encerradas, valientes, dormidas o amenazadas por todo tipo de males. La mayoría de las veces ni las veían terminar. A los quince minutos ya estaban disfrazadas e interpretando cada diálogo, cada escena, como si fueran las protagonistas de la obra.
Los momentos más íntimos que compartían las hermanas eran en aquella sala, cuando se sentaban en sus mesitas redondas, con sus sillitas ergonómicas y se ponían a escribir cuentos y a ilustrarlos. Podían pasar horas realizando esa actividad, sobre todo los fines de semana. Luego se enseñaban lo que habían escrito o dibujado y Nicartis lo contemplaba embelesada, orgullosa de sus hijas que tanta imaginación e inocencia desprendían. Algunos dibujos eran difíciles de identificar: las figuras parecían estar en posturas extrañas y, en ocasiones, el cielo y la tierra estaban coloreados con témperas muy oscuras. Pero la mayoría de las ilustraciones eran claras como la luz del día y llenas de Nisés y Cai-Lais acompañadas de su myra y vestidas como reinas o disfrazadas de cualquier animal de cuento.
Cuando Nisé y Cai-Lai jugaban en su santuario, Nicartis solía observarlas o participaba de sus juegos, cosa que la agotaba en menos de media hora. Una vez se había asegurado de que las niñas habían hecho sus deberes, las dejaba allí, libres. A Nicartis le gustaba pensar que aquello era una magnífica oportunidad para que sus hijas fueran capaces de desarrollarse de manera autónoma e independiente.
Ducha, cena y prontito a dormir. El dormitorio de las hermanas estaba perfectamente aseada como por arte de birlibirloque y nada tenía que ver con la de esa misma mañana. Cada una arropada en su camita, escuchaban a su myra mientras les contaba un cuento. ¡Dos páginas tardaban en dormirse! Nicartis las besó y dejó encendida la pequeña luz de noche junto a sus camas para que no entrasen “los venenos”. Así denominaban las niñas a sus más oscuros miedos, como lo eran “el coco” o “el lobo feroz” para otros niños.
Nicartis se acostó temprano y trató de leer un rato, que fue exactamente de 7 minutos. Rendida. Así terminaba casi todas las noches desde que enviudó. Al parecer, un accidente de caza dejó a su esposo muy malherido y cuando fueron a auxiliarlo ya era demasiado tarde. Cerca de la masía donde el tiempo parecía no querer pasar, llegó a rumorearse que los animales salvajes le habían desfigurado la cara por completo. Nicartis casi se sintió culpable al oír la noticia, pues ni una lágrima, ni un ápice de pena conmovieron su alma. En adelante, todo esfuerzo, toda energía y tiempo invertidos en ella y en sus dos hijas serían sinónimo de remendar unas vidas que descubrirían los caminos del cielo y de la tierra.
Nicartis durmió de un tirón esa noche y soñó que perseguía y estrangulaba sombras venenosas por toda la ciudad. El ensueño la hizo sentir poderosa y libre. Aunque nunca recordaba sus sueños al despertar, las sensaciones quedaban imprimadas en ella durante días. Esos sueños eran los que la hacían descansar de verdad, los que iluminaban su mente y energizaban su cuerpo, pero Nicartis jamás imaginó la relación entre una cosa y la otra. Solo aprovechaba para dar lo mejor de sí misma y amén que lo conseguía.
La luna no podía entrar en el dormitorio de las niñas, pues las persianas se lo impedían. Solo la tenue lucecita de noche junto a sus camas trepaba por las paredes y dibujaba las caras de Nisé y Cai-Lai. Dieron las diez en el reloj del dormitorio de las pequeñas e inmediatamente la lucecita de noche se volvió fluorescente. Nisé y Cai-Lai abrieron los ojos a la vez, se incorporaron y se miraron con serio semblante. Sigilosas como gatas, se dirigieron a la sala de juegos. Se acercaron a su armario de disfraces, arrinconaron la ropa y Nisé tocó los siete nudos de la madera del fondo. El orden pudiera parecer aleatorio, pero no lo era en absoluto. El fondo se volvió del revés y mostró su contenido. Las hermanas se vistieron con unos trajes negros, completamente ajustados a sus cuerpecitos, idénticos a los que llevaba la familia de héroes en “Los Increíbles” o al menos con la misma resistencia. Los trajes se complementaban con calcetines, guantes y pasamontañas del mismo color y material invulnerable. Una cualidad insólita de las capuchas era que permitían la comunicación entre ellas y cualquier dispositivo electrónico. Además, una fina capa invisible protegía sus ojos reflejando la luz pero las hermanas eran capaces de ver a través de ellas con o sin luz, sin que nadie pudiera identificarlas.
Una vez perfectamente ataviadas, escogieron las armas en que eran más diestras. La pequeña Cai-Lai comprobó el afilado de sus hojas y las escondió magistralmente tras su espalda, invisibles para cualquiera. Nisé solo necesitaba sus delicadas manos para armarse, pero esa noche se le antojó ponerse su puño americano de la suerte. Cai-Lai miró a su hermana con desaprobación y Nisé le hizo un gesto de fingida extrañeza inocente.
Cara a cara, fijamente mirándose a los ojos y cogidas de las manos, las dos hermanas rezaron así:
“Viento del este y niebla gris
anuncian que viene lo que ha de venir.
No me imagino lo que va a suceder,
mas lo que ahora pase ya pasó otra vez”.
—Vámonos— susurró Cai-Lai.— Hay que provocar el apagón antes de las once.
La ciudad no tardó en desaparecer. La luna la encontró con esfuerzo y las niñas saltaron las dos alturas que separaban la ventana de su santuario con suelo. Como felinos, cayeron de pie, con las rodillas flexionadas y manteniendo un equilibrio asombroso.
Sobre los tejados nadie podía apreciar las centellas ligeras moviéndose con la celeridad vertiginosa de unas alas invisibles. Las calles semivacías y los ojos amordazados de los que aún las recorrían facilitaban las andanzas de las hermanas, que apenas eran percibidas como una suave brisa. Nisé y Cai-Lai cayeron en las entrañas de la ciudad en busca de su siguiente trabajo.
A dos manzanas del puerto se detuvieron en un viejo balcón, a tres alturas del suelo. Cai-Lai mantenía el equilibrio en cuclillas sobre la fina y oxidada barandilla, escaneando las diferentes puertas de madera hinchada. Nisé se descolgó boca abajo, con las piernas trenzadas en la baranda, intentando diferenciar las diferentes voces de cada casa. En menos de un minuto Nisé hizo una seña a su hermana indicándole la puerta que buscaban. Cai-Lai saltó hacia la fachada de enfrente y se descolgó de otro balcón, en el primer piso, antes de que nadie pudiera cruzar la puerta de la casa. Se podían distinguir voces y gritos provenientes del interior. Nisé descendió al suelo y se situó a un lado de la puerta, pegada al muro de ladrillos. Un hombre furibundo que no dejaba de dar golpes salió dando un puñetazo a la puerta, insultando a su mujer aún tirada en el suelo, llena heridas y con la boca manchada de sangre. Nisé se coló en la casa como un tímido ocelote, durmió a la mujer con una ligera torsión en el cuello y atrajo a la policía y a una ambulancia con su frecuencia.
Cai-Lai seguía al ogro sin ser percibida. El trabajo fue muy rápido. Desplegó sus alas de acero y una cabeza rodó calle abajo hasta un charco, mientras el cuerpo aún seguía de pie. Al oír las sirenas, las hermanas saltaron hacia los tejados y se reunieron en la zona de moda de la ciudad. Puntualmente, la ciudad recuperó su energía eléctrica antes de la una. Desde las alturas, luces cegadoras y música alta anulaban los sentidos de los potenciales testigos.
—Lo veo— dijo Nisé.
—Está siguiendo a una chica que se dirige al callejón— añadió Cai-Lai.
—Y no está solo. Mira a esos dos que lo acompañan— advirtió Nisé.
—No soporto tener que esperar. Es cruel.— se quejó la más pequeña.
—Sabes que sin delito probatorio no podemos hacer nada, Cai. Yo también lo siento.
El tiempo se detuvo para las dos hermanas.
—Voy Nisé— dijo Cai-Lai impaciente.
La niña se precipitó hacia el callejón saltando de coche en coche para calmar a la chica abandonada en el callejón. Misma torsión suave en el cuello y la joven cayó dormida mientras la pequeña saltaba las alarmas sanitarias y policiales.
Los chicos se alejaron de la escena del crimen y subieron a un coche deportivo de gran potencia. Esta vez Nisé no quiso que fuera ni breve, ni indoloro. Se agazapó bajo el coche y viajó con ellos. Cai-Lai localizó el coche y siguió a su hermana mayor desde las alturas. El coche entró en un garaje privado y Cai-Lai se coló en él antes de que se cerrase del todo la persiana, al más puro estilo de Indiana Jones. Bloqueó todas las frecuencias para que cualquier dispositivo electrónico quedase inservible.
Por primera vez las dos hermanas se dejaron ver con su oscura indumentaria, inmóviles y en silencio. Cuando los tres chicos las vieron, enmudecieron y se quedaron paralizados ante la fantasmal escena. Nisé saltó sobre quien parecía el “macho alfa”. Rodeó el cuello del hombre con sus piernas a modo de pinza haciéndolo girar en el aire y caer de espaldas. Fue entonces cuando besó su puño de la suerte y empezó a golpearlo en la cara sin cesar, cada vez más deprisa, mientras el joven balbuceaba algo entre llantos y babas. Eso enfureció a Nisé mucho más y le propinó dos últimos puñetazos que lograron hundir la cara del violador hasta el suelo. Los otros dos hombres no podían creer lo que veían. Su amigo sin rostro, con el cráneo reventado y los sesos esparcidos.
Antes de que pudieran reaccionar, Cai-Lai amputó brazos y piernas a otro de ellos y lo observó desangrarse lentamente sobre el sucio suelo del garaje, sin perderse ninguna de sus convulsiones, hasta el último estertor. Cuando Nisé despertó de su frenesí, alcanzó al último de ellos que trataba de escapar. Hizo una señal a su hermana y esta le lanzó sus hojas aún teñidas de sangre. Nisé las cogió al vuelo y abrió al tipo desde los genitales hasta la garganta. Mientras agonizaba, la mayor sacudió la sangre de las hojas con un movimiento seco de sus muñecas y se las devolvió a Cai-Lai.
De regreso a su casa, las niñas no comentaron nada. Nunca lo hacían. Sabían que nunca las descubrirían por muchos investigadores nuevos que incorporasen al cuerpo. Puntuales como siempre, se desvistieron en la sala de juegos y guardaron todo en su fondo de armario. Volvieron a sus camitas no sin antes entrar a la habitación de su myra y asegurarse que dormía en paz y que su sueño era reparador. Besaron su frente y volvieron a sus camas.
Las dos en punto de la madrugada. Cayeron rendidas nada más apoyar sus cabecitas en sus almohadas. Un nuevo día estaba a punto de despertar y Nicartis y sus hijas despertarían con él. Pronto Nicartis estaría correteando por toda la casa a toda prisa y sus pequeñas se harían las remolonas al abrir las persianas y caerles encima todo el peso de la claridad en sus ojos.
Eva Mercader